UNA NOCHE DE TORMENTA

La noche de anoche, acá en el campo, fue tenebrosa. A la tarde el cielo ya se puso negro, eran las cuatro y parecía casi de noche, entonces agarré la camioneta y lo fui a buscar a Cruz al jardín. Cuando llueve mucho el camino de tierra se pone complicado, por lo que preferí buscarlo antes de tiempo y evitar quedarme encajada a la vuelta, si es que empezaba a llover fuerte. Volví rápido, el cielo encapotado y gris con nubarrones amenazantes anunciaba una lluvia fuerte. El contraste de la oscuridad del cielo y el color del pasto, verde intenso, parecía como salido de un cuadro. Llegamos justo cuando se largó. El cielo furioso empezó a descargar una lluvia fuerte, incesante, con gotas que caían pesadas y seguras. Llegamos sanos y salvos, nos deshicimos de las botas embarradas y entramos a casa a tomar un rico té y ver la lluvia desde adentro.

Anoche estaba sola, Kike había viajado a Buenos Aires por el día a hacer unos trámites pero se atrasó y no pudo volver. Genial, me toca estar sola con dos niños, en la mitad del campo y con tormenta eléctrica. Me encantan las tormentas, desde siempre, disfruto de ver cómo el cielo va cambiando de color, cómo se empiezan a escuchar truenos aislados que, de a poco, se escuchan más cerca y más seguidos para, de pronto, sentir las primeras gotas que caen sobre el techo, cada vez con más intensidad. En el campo las tormentas tienen un sabor especial. Tormenta y chimenea es una gran combinación... siempre y cuando estés acompañada. No es que los chicos no sean compañía pero anoche era yo quien tenía que demostrar seguridad y confianza, y transmitirles que no había nada de qué preocuparse, que todo estaba bien. Y la verdad es que no estaba para nada segura, nunca tuve miedo de las tormentas, pero anoche sí...

Cruz me dice que tiene miedo, que alguien le dijo que en las noches de tormenta salen los fantasmas a dar vueltas. Lo abrazo y le digo que se quede tranquilo, que los fantasmas sólo existen en las películas, aunque ni yo sé si es tan así. Cuando lo llevé a lavarse los dientes un relámpago iluminó todo el baño y, de nuevo, se le transformó la cara y me abrazó. Su corazón, acelerado. Él no lo supo, pero él mío también. Con cada trueno cerraba los ojos y me agarraba fuerte la mano buscando seguridad. Él no lo supo, pero a mí también me daba seguridad tener su mano cerca. En su cuarto, Blas dormía plácido, como si los truenos fueran una canción de cuna. Afuera, el perro ladraba sin parar. Los faroles de pronto se apagaron; la tensión bajó y la casa quedó en penumbras. Esta foto la saqué justo en un momento donde el cielo se iluminó tanto que parecía de día. ¿Y esa pelota? Lo más tenebroso de la escena.



Fue entonces que, decidida, con todo el miedo que sentía pero que no podía demostrar, lo senté en mi cama y le expliqué que las tormentas no son malas, que es sólo lluvia que cae, que limpia y que mañana seguro el sol iba a brillar más fuerte. Le dije que estábamos en casa, que la puerta estaba cerrada con llave, que Berlín nos cuidaba desde afuera y que nada malo podía pasar. Se lo dije mirándolo a los ojos, tratando de convencerlo (a él y a mí), porque, al fin y al cabo, es eso lo que ellos esperan de nosotros. Somos su fuente de seguridad y confianza, quienes espantan los miedos y acercan la calma con una palabra. Sólo eso basta. Una palabra y una abrazo pintan un mundo de miedos en otro lleno de luz y color. Y eso pasó anoche. Cuando le ofrecí dormir en mi cama, con total tranquilidad me dijo, "no mamá, duermo en la mía, vos me dijiste que nada malo puede pasar". Me metí en la cama muerta de miedo, los truenos seguían haciendo de las suyas pero en algún momento me quedé dormida, quizá después de repetir esas mismas palabras que le dije a Cruz: estamos en casa, nada malo puede pasar.




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