DICIEMBRE APOCALIPTICO

Diciembre es apocalíptico y casi épico. Calor, corridas, estrés, agotamiento y final. La gente está apurada, sin tiempo, haciendo malabares entre cierres, despedidas, consumismo y planes que todavía no tienen mucha forma. Todo el peso del año se nos vuelve encima y pareciera que las fuerzas y los días no alcanzaran para llegar a cumplir con todos y con todo. Fin de año está cerquita pero es como un espejismo que no llega más. En este trajín cada uno va por su senda, no hay demasiado espacio para la pausa y la conexión, para conversar, conectar y mirarse a los ojos. Tensión, ansiedad, agotamiento y un andar a contrareloj, como si el 31 de diciembre de verdad se acabara el mundo.

Mientras deambulo entre compromisos y pendientes, avanzando de una manera casi mecánica y con las emociones comprimidas, hay algo que me hace frenar. Una mirada que no entiende lo que pasa ni porqué tanto apuro. Él juega con la tierra, se ensucia la cara y me mira, esperando que yo también lo mire. Y en ese contacto visual, el síndrome de diciembre desaparece y le vuelvo a dar a cada cosa la importancia que se merece. Y no importa si no llego a cumplir con todo, si no puedo comprar los regalos y si todavía no decidí mis vacaciones. Hay alguien que se mantiene ajeno a todo esto, y que me ayuda a mí a no entrar en esa montaña rusa sin sentido. Entonces bajo la guardia y me siento a jugar con él, mimetizándome con su ritmo desacelerado y natural, que tan bien me hace.

Lo bueno de todo esto es que al final hay recompensa. Esta vorágine alocada y acalorada por fin llega a su fin y da paso al tiempo de encuentros y reencuentros, de celebraciones, copas alzadas, mensajes de paz y de perdón. Volvemos a lo esencial, a lo básico, a lo que nunca tendríamos que haber descuidado. Volvemos a mirarnos a los ojos y a entender qué vale la pena y qué no.




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