HABÍA UNA VEZ, UN LEÓN


Desde que le conté que en el acto de fin de año del jardín le tocaba actuar de león, cada mañana me hizo la misma pregunta: ¿hoy voy a ser león? Durante 18 mañanas preguntó lo mismo, monotemático. El día finalmente llegó y, cuando esa mañana le respondí que sí, que el gran momento había llegado, nada más importó para él. Lo más importante en su vida era que, por fin, se iba a disfrazar de león. Mientras lo vestíamos no podía esconder su sonrisa, una mezcla de nervios e ilusión, y cuando terminé de ponerle la melena, él ya entró en personaje. Un personaje que mantuvo a rajatabla hasta que todo terminó y cayó rendido en su cama, con el disfraz puesto.

Este año Cruz fue a un jardín rural, de calles de tierra y amigos de pueblo. Un pueblo que cuando llueve no se puede llegar. Sus compañeros son chicos que rara vez salieron de ahí, no conocen de ropa de marca ni de juguetes modernos, no saben cómo es la playa ni el mar. Se conocen entre todos, cruzan la plaza caminando para llegar al almacén a comprar galleta y siempre vuelven con algún fiado. Es que el almacenero de tanto en tanto se pone regalón y reparte chupetines. A la hora del té, la maestra no les da galletitas; ellos toman leche con un pan, que -según Cruz-  muchas veces está duro. A la tardecita, juegan en la vereda y saludan con nombre a los vecinos que pasan por ahí. A este pueblo no llegó el peligro de las grandes ciudades ni saben de cortes de calle ni piquetes. Pueblo parsimonioso de buena gente que transita sus días con su propia cadencia.

(Retomando) Este león, fue a tres jardines diferentes en sus cuatro años de vida. A lo largo de estos años conoció muchos amigos y maestras, muy distintos entre sí, y de los que todavía se acuerda. De un jardín en el corazón de Recoleta pasó a este otro jardín, el de calles de tierra y el de maestras que viajan de lejos y hacen todo a pulmón. Y esa tarde, la del acto, mientras el sol caía en el horizonte, el jardín era una fiesta. Al aire libre, sentados en sillas de plástico y cajones de fruta pintados, los chicos actuaban mientras algún perro callejero (el que no es de nadie pero es de todos), se cruzaba en el escenario improvisado. Música, noche de verano, luces de colores, fogata, choripanes, tortas caseras y clima de pueblo.

El año que viene, este león va a volver a cambiar de hábitat y le va a tocar despedirse de sus amigos de pueblo y de ese "no sé qué" de las caminos de tierra. Me gusta pensar que esta experiencia plantó en él una semilla. Algún día, estoy segura, esa semilla va a crecer convertida en algo positivo. ¿Fuerza de león o corazón de león? No lo sé, el tiempo me lo dirá.








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