LA MEJOR DECISIÓN

El año pasado, en un viaje a NYC que hicimos solos con Kike en pleno embarazo de Blas, tomamos una decisión. El 2016 lo íbamos a vivir en el campo. Con marido agrónomo, hijos chiquitos y yo trabajando freelance, nos pareció una buena idea hacer base cerca de la naturaleza y sus bondades, y olvidarnos, por un año, de tanta ida y vuelta que veníamos haciendo. El plan era simple: estar juntos los 4 y que Kike no viaje tanto. Si bien estamos a una hora y media de Buenos Aires, sentimos que era la última oportunidad, el último año que podíamos embarcarnos en esta aventura, antes de que Cruz empiece preescolar en la ciudad (¿en qué momento el tiempo pasó tan rápido?). 

Debo reconocer que tuve mis miedos y dudas. El traslado implicaba cambiarlo a Cruz de jardín, acompañarlo en su adaptación con un bebé casi recién nacido, vivir la diaria lejos de la familia y los amigos, y acostumbrarse al inmenso silencio del campo, que, de a ratos, puede ser ensordecedor. Toda decisión implica también una renuncia, pero confiamos en que los frutos no iban a tardar en aparecer...

Ya vamos cuatro meses de travesía y quiero contarles que el saldo es ampliamente positivo. Muchas personas me preguntan ¿no se aburren? ¿estás contenta con la decisión? ¿cómo es la vida en el campo?

La vida en el campo es una fiesta de sabores, colores, aromas y sonidos. Huele a jazmines y a pasto recién cortado, a comida casera y a naranjas arrancadas del árbol, a estufa a leña y a tortas fritas cuando llueve. La vida en el campo es un mate al atardecer después de una vuelta a caballo, son amaneceres sin intermediarios, tardes frías pero con sol en donde la diversión es tirarse en el pasto a imaginar formas con las nubes. El campo es verde intenso que por esta época se pinta de amarillo, es dormirse con el arrullo de un grillo y despertarse con el canto de los pájaros que anuncian un nuevo día. Es abrir los postigos para dejar que entre el sol y toparse con un caballo pastando, es silencio de siesta (que aprovecho para escribir) y corridas al gallinero para traer los huevos frescos a la heladera. También es reunión con amigos que quieren escaparse de la vorágine de la ciudad, es comer un asado sabiendo que después viene lo mejor: el arroz con leche y dulce de leche de nuestra vaca amiga. La vida acá es chapotear en los charcos, trepar árboles pero, sobre todo, es melodía de risas que se multiplican con el eco.

Cuando, al final del día, entramos a casa, nos deshacemos de las botas embarradas y de los abrigos, y veo a mis hijos agotados pero felices de tanto andar, me hago un guiño a mí misma. Es que, una vez más, confirmo que es la mejor decisión que pudimos haber tomado.








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