PRIMEROS RECUERDOS
De algo estaban hablando estos dos cuando me los encontré volviendo a casa a caballo mientras yo también volvía de dar mi vuelta en bici. Ni se dieron cuenta de que estaba atrás sacándoles una foto, sólo el chiquitín (¿lo ven?), que me huele a distancia, como los cachorros. No sé de qué charlaban, no me lo quisieron contar, pero sí sé de la complicidad que hay entre ellos, de sus "charlas de varones" en donde Cruz le hace muchas preguntas y la última siempre es: "papá, ¿por qué vos sabés todo? "Yo no sé todo, Cruz, pero lo que sé te lo enseño".
Me gusta cuando llegamos al campo de tardecita, justo con la caída del sol que, para mí, es la mejor hora del día. Mientras avanzamos por el camino de tierra bajamos la ventana y nos inundamos de ese olor a campo al atardecer, una mezcla de flores silvestres con tierra húmeda, que se impregna en nuestras narices y nos llena de energía. ¿No existe un perfume que tenga ese olor? Cruz saca la cabeza por la ventana y, mientras el viento lo despeina, cierra los ojos, inspira profundo y sonríe. A él también le gusta ese olor que es capaz de cambiar cualquier humor descompuesto y de levantar cualquier alma en pena. El sol cae, los grillos lo anuncian con su canto y las primeras estrellas se asoman. Papá abre la tranquera y nosotros jugamos a encontrarlas y a contarlas, al ritmo de la música de Magdalena Fleitas y su "Barrilete de canciones".
Es esto lo que buscábamos cuando decidimos pasar este año acá, en el campo. Que ellos tengan esas charlas, que su vínculo se haga más fuerte, que él responda sus mil preguntas y que ese perfume de flores silvestres y tierra húmeda nos invada la nariz cada vez que llegamos. Dicen que los recuerdos se empiezan a construir entre los tres y cuatro años. A partir de esta edad, algunas experiencias quedan grabadas en la memoria y en el corazón, para siempre. Me gusta pensar que sus primeros recuerdos serán de tardes a caballo y charlas cómplices, de estrellas en el cielo, de "Barriletes de canciones" y de narices llenas de campo.
Me gusta cuando llegamos al campo de tardecita, justo con la caída del sol que, para mí, es la mejor hora del día. Mientras avanzamos por el camino de tierra bajamos la ventana y nos inundamos de ese olor a campo al atardecer, una mezcla de flores silvestres con tierra húmeda, que se impregna en nuestras narices y nos llena de energía. ¿No existe un perfume que tenga ese olor? Cruz saca la cabeza por la ventana y, mientras el viento lo despeina, cierra los ojos, inspira profundo y sonríe. A él también le gusta ese olor que es capaz de cambiar cualquier humor descompuesto y de levantar cualquier alma en pena. El sol cae, los grillos lo anuncian con su canto y las primeras estrellas se asoman. Papá abre la tranquera y nosotros jugamos a encontrarlas y a contarlas, al ritmo de la música de Magdalena Fleitas y su "Barrilete de canciones".
Es esto lo que buscábamos cuando decidimos pasar este año acá, en el campo. Que ellos tengan esas charlas, que su vínculo se haga más fuerte, que él responda sus mil preguntas y que ese perfume de flores silvestres y tierra húmeda nos invada la nariz cada vez que llegamos. Dicen que los recuerdos se empiezan a construir entre los tres y cuatro años. A partir de esta edad, algunas experiencias quedan grabadas en la memoria y en el corazón, para siempre. Me gusta pensar que sus primeros recuerdos serán de tardes a caballo y charlas cómplices, de estrellas en el cielo, de "Barriletes de canciones" y de narices llenas de campo.
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